Hay cálices sagrados,
griales sin festejo,
entre adoquines mohosos
de la ciudad plomiza.
Detente, peregrino,
y póstrate ante las historias
de notas de amor rasgadas,
arrepentidas,
de los impagos y las citas,
de los ropajes rotos
de desnudas golosinas,
engullidas por niños caníbales.
Teléfonos obviados
tras prometer llamada,
celofanes viajeros
forjados en Oriente.
Sangre en pañuelo
de Dios ninguno.
Y un trozo
del pan nuestro de cada día,
que por diario se aborrece.
Sin templarios en custodia,
altar desierto,
profanado por el vándalo
de madrugar tardío.
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