De repente
llega un día,
sin previo aviso,
y muta la esencia
de las horas que lo forman.
Se descabala el mapa
del horario
y los minutos
se funden deslizándose
entre los dedos del mortal.
Son días necios,
que arrinconan
contra los muros
o te empujan solícitos
al filo del acantilado.
Se empeñan en el desastre,
o en la ansiedad sobrevenida,
la visitante extemporánea
que rompe tus cuadernos.
Y la memoria,
aliada de la conjura,
trae los grises,
los negros,
y enturbia la luz
de lo que era
un buen día.
Días para no estar,
no verse,
no sufrirse
ni ser sufrido.
¿Qué te pasa?
Nada.
Y es nada
pues es vacío.
Es el cero
que se acintura
en tu cuello,
axfisiando anhelos.
Pero pasan,
esos días pasan
y vienen otros gratos,
a ratos,
o no,
o regresan
y se tornan sintonía,
guión,
del serial vital
que uno escribe.
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