El humo no tiene nombre,
ni ciudad la carne cercenada.
Los dioses antiguos dinamitan fieles,
en las plazas eternas,
junto a los templos
donde el hombre se agacha.
No hay paraíso para el guerrero
que siembra versículos de horror.
El té de sangre infusionada
guarda toda la amargura
del odio enquistado,
del grito de un niño
de breve futuro.
El profeta,
imbécil como todo buen profeta,
recoge su cosecha de huesos
sembrados en el pavimento.
No nos quedará ni París,
mi amor,
que también allí llega la peste.
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¿No nos quedará ni Paris?
ResponderEliminarEn fin, eso estaba claro...
No hay mayor película en blanco y negro, que la propia vida.